Conectados

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Por Emilio Rodríguez García

La guerra moderna no destruye, desconecta


En 2021, Austria lanzó una advertencia que pasó desapercibida para muchos: "La posibilidad de un gran apagón es del 100% en los próximos años". No era un mensaje apocalíptico, sino un análisis riguroso sobre vulnerabilidades críticas en las infraestructuras europeas. Y no estaban solos. Varios países más reconocieron que, si se combinaban ciertos factores, podríamos enfrentarnos a un colapso energético sin precedentes.

Durante siglos, los conflictos armados se midieron en tanques, trincheras y territorios conquistados. Hoy, el escenario ha cambiado. La guerra del siglo XXI se basa en interrumpir lo esencial: energía, salud, comunicación y logística. Una estrategia silenciosa, pero devastadora.

Esto tiene nombre: guerra híbrida de quinta generación. No solo hablamos de sabotajes físicos, sino también de ciberataques coordinados contra centrales eléctricas, sistemas bancarios, hospitales o redes de suministro alimentario. El enemigo no siempre lleva uniforme.

En Europa, muchas de las decisiones energéticas de las últimas dos décadas se han tomado más por ideología que por criterios técnicos. El cierre apresurado de centrales nucleares en países como Alemania, España o Bélgica, la eliminación de centrales térmicas sin un plan de respaldo, o la apuesta acelerada por renovables sin almacenamiento eficiente, han creado un sistema eléctrico débil e inestable.

Esto ha derivado en una dependencia preocupante de importaciones externas. En España, por ejemplo, importamos más del 60% de la energía que consumimos, a pesar de contar con recursos suficientes para reducir esta vulnerabilidad si se adoptaran estrategias más equilibradas.

Otro problema estructural es la ausencia de perfiles técnicos en los centros de decisión. En muchos gobiernos europeos, incluido el español, las políticas energéticas y de ciberseguridad están en manos de personas sin formación en ingeniería, redes o infraestructura crítica. La gestión se basa en eslóganes como "cero emisiones" o "transición ecológica", pero rara vez se acompaña de una hoja de ruta realista.

A esto se suma el contexto internacional. El sabotaje del Nord Stream 2 en 2022 no solo fue un ataque físico a una infraestructura clave, sino un mensaje geopolítico: los intereses estratégicos priman por encima de cualquier alianza formal. Europa, una vez más, queda atrapada entre tensiones de potencias mayores.

Basta con 72 horas sin electricidad para poner a un país moderno de rodillas. Sin energía, no hay acceso al sistema bancario, el agua potable desaparece al no poder funcionar las bombas, los hospitales colapsan y las telecomunicaciones se apagan. Supermercados y gasolineras cerrarían en pocas horas, y con ellos, el acceso a alimentos y transporte. Aún queda por delante mucho tiempo para analizar la razón detrás del apagón que sumió nuestro país en el caos durante varias horas. Puede que fuera mala suerte, un ataque externo o un cúmulo de malas prácticas. Desconozco si llegaremos a saber realmente lo que ocurrió, pero no debemos olvidar que nuestra dependencia tecnológica es tan profunda que, al desconectar los sistemas básicos, se apaga también el funcionamiento social.